Fito Paez en Auditorio de Belgrano
La esquina de Virrey Loreto y Cabildo se llena de transeúntes que se encuentran y se encaminan hacia el Auditorio Belgrano, que los recibe moderno, casi de inauguración. La sala es como un álbum de figuritas que va completando sus butacas de a poco, generando un ambiente de expectación. Todos sabemos que hay un ídolo cerca y que está por aparecer.
Fito se cuela por un costado del escenario, de traje y corbata, con sus rulos inconfundibles, ya canosos y más cortos que en los 80’s, propios de un joven rebelde de 54 años. Como un nene dando comienzo a un acto escolar, balanceándose entre sus pies, delante del telón cerrado, viene a ofrecer su corazón, como dice en la canción que elige para una iniciación a capela.
Jugando a la realeza se sienta frente a un piano de cola, en el que se reflejan sus partituras, negro y reluciente. Y decimos jugando porque se sabe que Fito siempre será un bufón, burlándose de los poderíos de la sociedad y siendo un poco parte de ellos. Elige arrancar con dos canciones en las que hay susurros del Flaco, “Que bello abril” y “Pétalo de Sal”, como un buen augurio de lo que será la noche.
El público está inquieto, las ganas de cantar todos los temas son incontrolables. Este formato es muy distinto al de uno de sus recitales con banda, acá las luces intimidan y todos nos estamos viendo la cara. Pero poco importa porque ni bien aparece “Cable a tierra” o “Un vestido y un amor” se nos salen los versos de la boca y jugamos a ser un coro de desvergonzados. Es que Fito no es un cantante más, representa una época, una casa, un amigo, un amor, quizá el primero. Nos lleva por todos lados y es inevitable no perderse en las emociones.
“La casa desaparecida” nos llena la garganta de nudos. Nos olvidamos de los celulares, de los grititos y aplausos y nos hechizamos con una letra que nos describe una sociedad en crisis, la nuestra. Y como si fuera poco, nos remata con una prestada. “Desarma y Sangra” del grandísimo Charly García.
Una noche de suspiros, repleta de canciones de todos los discos, versionadas por un Fito simpático, nostálgico. Se lo ve concentrado, menos distraído que de costumbre, acertando todas las estrofas y notas. Él mismo lo afirma diciendo: “Hoy vino el pianista, aprovechémoslo… también el cantante”. Y así nos deleita con un lado musical que sólo expone algunas veces, un pianista magistral que improvisa las mejores introducciones para despistar a la audiencia del próximo clásico.
Cerca del final, ordena que se apaguen todas las luces y se enciendan los celulares para recibir a “Brillante sobre el mic” y “Mariposa Tecknicolor”. Después de esos dos himnos se retira, dejando a los convocados hambrientos de más, y poco a poco la sala explota al canto del estribillo de “Y dale alegría a mi corazón”. Y no estamos pidiendo por un tema más, estamos pidiendo alegría, descargar un poco la frustración de los tiempos que corren en un abrazo, un grito, un llanto. Fito sale para vernos, arengarnos, y le agrega piano a esta hinchada de esperanzados, como hizo desde siempre.
La última pieza la cantamos entre todos y es “Dar es dar”. Al final, entre aplausos y silbidos, al grito de “Gracias, que siga la vida!”, Páez nos devuelve a la esquina del barrio de Belgrano, y lo único que podemos hacer es volver a casa, agarrar un disco suyo, y escucharlo hasta dormirnos.