Are we great again yet?, preguntaba iracundo frente a la cámara el famoso conductor de late show televisivo Stephen Colbert en la noche de aquella trágica jornada del 6 de enero de 2021, día en que debía oficializarse institucionalmente en el recinto del Capitolio de Washington el triunfo electoral de Joe Biden, y ocasión en la que hordas desaforadas de militantes trumpistas, alentadas explícitamente por el presidente saliente en un acto horas atrás, invadieron violentamente el edificio causando graves desmanes. Una situación absolutamente inédita en la historia estadounidense que dejaría como saldo 4 personas fallecidas e imágenes que recorrieron el mundo en cuestión de segundos, y que quedarán para la lectura de los libros de historia que nuestros nietos y nietas harán en décadas venideras.
En esa reutilización irónica hecha por Colbert del lema insignia de los trumpistas, Make America Great Again (que a su vez el magnate tomó de la campaña Reagan de 1980), se puede interpretar la idea de que algo llegó para quedarse en la política estadounidense. De hecho, la influencia que hoy mantiene Trump sobre las bases del Partido Republicano, así como también sobre la gran mayoría de sus integrantes, es elocuente. A la pregunta “¿Ya somos grandiosos nuevamente?” se le podría haber agregado “¿O aún hay hilo en el carretel?”.
La aparición de Trump
La mezcla de rabia y estupor que condensaba el presentador televisivo aquella vez probablemente haya sido lo que sintieron y sienten numerosas franjas de clases medias urbanas, con elevado nivel educativo y profesional promedio (y en algunos casos con ciertos aspectos “progresistas” que los vinculan al Partido Demócrata), acerca del fenómeno inédito que generó que un bravucón multimillonario se volviera no solamente presidente sino el líder de una especie de movimiento de heridos por la globalización y de supremacistas creyentes de teorías conspiranoicas -principalmente la Teoría QAnon-, que encontraron por extrema derecha una respuesta política contundente a sus demandas.
Durante el segundo gobierno de Obama, unos años antes de la irrupción volcánica del grandote de pelo naranja, el periodista y escritor Carlos Alfieri publicó un artículo titulado Grietas en el imperio, en donde advertía: “Aún es notoria la índole de primera potencia mundial de Estados Unidos. Sin embargo, su supremacía, que sigue siendo absoluta en el terreno militar e importante en el de las nuevas tecnologías, ofrece crecientes signos de debilidad en los ámbitos político y económico”. Lo que aún no se avizoraba era la aparición de una figura que le diera entidad y reconocimiento discursivo al descontento proveniente de esa debilidad, descontento latente en importantes sectores de la población (no todos necesariamente ultraconservadores; de hecho, estados como Wisconsin o Michigan, hasta 2016, tradicionalmente habían votado azul).
Ya en la campaña de 2016, unos meses antes de la elección, cuando parecía que el fenómeno del outsider se desinflaba, el reconocido periodista español Ignacio Ramonet escribió el artículo “¿Fin del fenómeno Trump?”, en el que planteaba que “el candidato republicano ha sabido interpretar lo que podríamos llamar la “rebelión de las bases”. Mejor que nadie, percibió la fractura cada vez más amplia entre las élites políticas, económicas, intelectuales y mediáticas, por una parte, y la base del electorado conservador, por la otra. Su discurso violentamente anti-Washington y anti-Wall Street sedujo, en particular, a los electores blancos, poco cultos y empobrecidos por los efectos de la globalización económica”.
Trump y su forma de gestionar el poder
Alguien podría decir que, acerca de Trump y los trumpistas, se habla mucho más de sus consecuencias y réplicas que de sus causas y motivaciones. A partir de hechos graves como el asalto al Capitolio, o el boicot deliberado y carente de pruebas contra los resultados electorales, con respecto a Trump y a lo que representa se ha optado preferentemente por elaborar un análisis que plantea sencillamente la existencia de un fascista demencial con delirios de grandeza al cual siguen miles de personas estupidizadas, fanáticas y manipulables, constituyendo todo esto apenas un “virus” ocasional en la sólida democracia estadounidense que rápidamente debe ser marginado y removido -de allí el intento de impeachment poselectoral, finalmente fallido-.
Es innegable que se trata de un sujeto xenófobo, machista y autoritario. No se busca decir lo contrario. Lo que sucede es que, en muchos casos, quedan de lado las preguntas referidas a los porqué: en este caso, ni más ni menos, el por qué de la adhesión a Trump, en 2016 pero también en 2020, de millones de familias estadounidenses trabajadoras que sufrieron gravemente y de manera intergeneracional las consecuencias socioeconómicas provocadas por la entronización descontrolada del paradigma neoliberal a partir de la presidencia de Ronald Reagan (1981-1989), y de manera alternada entre republicanos y demócratas en las décadas siguientes.
Allí comienza a provocarse, sobre todo a raíz del fenómeno de “deslocalización”, un aumento significativo de la desocupación, especialmente en los estados que habían sido tradicionalmente industriales desde hacía décadas, como los del llamado Rust belt o “Cinturón del óxido”: principalmente Michigan, Pennsylvania y Wisconsin, estados en los que Trump sorprendió en 2016 y que fueron decisivos para su triunfo.
Con respecto a esta zona clave del territorio estadounidense, son conocidas entre otras las películas del cineasta Michael Moore, proveniente de Flint-Michigan, quien ha retratado las consecuencias sociales de la desindustrialización en su ciudad natal.
Más acá en el tiempo, con la crisis de 2008 y la decisión por parte del establishment político (en medio de la transición Bush-Obama) de priorizar a los bancos con un salvataje inconmensurable antes que a los sectores más vulnerables afectados por la crisis, se profundizó aún más, para mucha gente, la idea de que al sistema, con eje gravitacional de Wall Street, no le importaba ni un poco si la calidad de vida suya y de sus familias se había destrozado.
El comienzo de la caída
Sería difícil poder afirmar, situando el foco un año antes de la asunción de Biden, es decir el 20 de enero de 2020, que este giro político de EEUU se veía venir. El entonces presidente Donald Trump iniciaba el año electoral presidencial muy bien ubicado en las encuestas, mezclando algunos indicadores socioeconómicos volcados a su favor con una redituable matriz discursiva polarizante; y con un escenario en las filas del Partido Demócrata en el que ni por asomo se advertía el grado de unidad que el Partido Republicano tributaba a Trump en un encolumnamiento fiel, sino más bien la fragmentación de varios candidatos y candidatas con diverso grado de competitividad (Biden-Sanders fue la gran interna demócrata).
Sin embargo, la irrupción fulminante a nivel universal de la cepa Covid-19 de coronavirus provocaría un antes y después en la presidencia del magnate neoyorquino, así como también en el conjunto de la sociedad estadounidense, y por supuesto, en el mundo en general. Su manejo hiper irresponsable de la Pandemia, junto con el desplome económico que implicó la tragedia sanitaria (pese a la retórica presidencial anti-restricciones) y la inflamación callejera, lo debilitaron significativamente y terminó perdiendo. Lo que sigue es conocido: no reconoció los resultados, intentó por vía judicial revertir lo irreversible, y en sus últimos días arengó a su turba iracunda a que invada el Capitolio, como quien dice “vean lo que soy capaz de hacer”. Y finalmente, asumió Biden.
Las comparaciones muchas veces pueden ser indeseables, al igual que los ismos. No obstante, en más de una ocasión se vuelven, calibrados en su justa medida, interesantes. Útiles para entender la realidad.
Biden rooseveltiano
En este punto, viendo lo que está haciendo Biden, se torna clave revisar lo que significaron los años de Franklin Delano Roosevelt como presidente (1933-1945) no solamente para EEUU, sino también para el propio Partido Demócrata, el partido del actual jefe de Estado. Una vez visualizado este punto de quiebre crucial de la historia del país se puede intentar comprender mejor qué busca Biden con este sorpresivo, inesperado, y para no pocos, inquietante primer tramo como presidente de lo que alguien, no sin cierta osadía, podría denominar el “Postrumpismo”.
Roosevelt asumió el cargo el 4 de marzo de 1933. Tras la prosperidad de los años ‘20, que había traído “tranquilidad y progreso” de la mano del librecambio y la desregulación estatal, la catástrofe de octubre de 1929 generó la llamada Gran Depresión, un desplome integral de la economía que a su vez generó un aumento nunca visto del desempleo, del 4% al 25% entre 1929 y 1933, según elaboración propia de Resico y Gómez Aguirre a partir de datos oficiales del informe Historical statistics of the United States: colonial time to 1957.
El famoso New Deal
La salida propuesta por el nuevo presidente para la tragedia socioeconómica fue el denominado New Deal (“Nuevo trato”), en el que el Estado a través de programas de inversión pública y de subsidios se convertiría en un impulsor fundamental de la economía, estimulando la producción, el empleo y el consumo.
Al hablar del New Deal de Roosevelt se suele diferenciar entre los primeros 100 días, de marzo a junio de 1933, en los que el nuevo presidente desplegó una amplia batería de medidas de emergencia destinadas a paliar las peores consecuencias de la crisis, y el resto de su gobierno, especialmente desde 1935 en adelante. Roosevelt planteó una distinción entre lo que llamaba presupuesto público “normal”, que debía ser mesurado, y el presupuesto público “de emergencia”, que se propuso expandir fenomenalmente para salir de la Gran Depresión.
En esos famosos tres primeros meses, algunas de las principales medidas fueron la Administración de Obras Civiles, destinado a la construcción y/o reparación de rutas, puentes, escuelas y parques; el Cuerpo Civil de Conservación, que dio empleo a aproximadamente 250.000 jóvenes de 18 a 25 años para que realizaran en las zonas montañosas del país trabajos de forestación, control de inundaciones y prevención de incendios; la Autoridad del Valle de Tennessee, que fomentó un programa inédito de inversión pública en represas y obras hidráulicas, para modernizar esa región del sudeste estadounidense y dar empleo en cantidad; y la regulación del sistema bancario, primero con la Ley de Emergencia Bancaria y luego con la llamada Ley Glass-Steagall, a raíz del desastre provocado previamente por la quiebra generalizada de bancos.
Luego vendrían otras medidas, como la Ley Nacional de Estándares Laborales, que estableció cantidad de horas laborales máximas, pautas de salario mínimo y el combate al trabajo infantil; la Ley de Refinanciamiento de Hipotecas Rurales, para ayudar a granjeros hipotecados; la Ley Nacional de Quiebras Rurales, que impulsó una moratoria para juicios hipotecarios; la Administración Nacional de Vivienda, cuyo objetivo fue otorgar préstamos para la construcción, renovación y/o reparación de viviendas; el impulso de la sindicalización, a partir de la Ley de Recuperación de la Industria Nacional, que entre otras atribuciones le daba a los sindicatos la posibilidad de negociar con los empleadores. Con la Ley de Seguridad Social creó un sistema de pensiones universal para mayores de 65 años así como un seguro de desempleo y beneficios para familias pobres y discapacitados; la decisión de gravar impositivamente a los sectores de altos ingresos (como el impuesto a la herencia); y la Administración para el Progreso del Empleo, que impulsó obras de control de inundaciones, electrificación rural, obras de drenaje, plantas de aguas residuales y urbanización de barrios de emergencia.
El efecto de Joe Biden
Podría afirmarse que Biden buscó el efecto político de los “Primeros 100 días” que Roosevelt logró ni bien asumió en 1933. Efectivamente, fueron 100 días que pocos esperaban por parte del actual presidente. En el llamado Discurso del Estado de la Unión, a fines de abril, señaló: “Cien días desde que tomé el juramento del cargo y levanté mi mano de la vida familiar y heredé una nación (todos lo hicimos) que estaba en crisis: la peor pandemia en un siglo, la peor crisis económica desde la Gran Depresión, el peor ataque a nuestra democracia desde la guerra civil. Ahora, después de tan solo 100 días, puedo informar a la nación: Estados Unidos está en marcha otra vez”.
3 grandes proyectos envió el presidente. Primero, un paquete de estímulo de 1,9 billones de dólares para remediar el desastre pandémico, en el que se contemplan ayudas a familias por 1400 dólares, la suba del salario mínimo federal a 15 dólares por hora, un suplemento de seguro de desempleo de 400 dólares por semana hasta septiembre, y recursos para la campaña de vacunación. Segundo, el programa Build back better, de 2 billones de dólares, un plan gigantesco de infraestructura que Biden presenta como el proyecto de inversión pública más ambicioso en EEUU desde la Segunda Guerra Mundial, destinado a construir o reparar carreteras, autopistas, transporte, vías férreas, alcantarillados, redes eléctricas, puertos y aeropuertos, además de impulsar lo que llama la “revolución de los vehículos eléctricos”. Y finalmente, el Plan Familias Estadounidenses, de 1,8 billones de dólares, destinados a ayudar a familias a pagar el servicio de cuidado infantil, a la gratuidad (conjunta con los estados) de los colegios comunitarios para que 5,5 millones de estudiantes no paguen matrícula ni cuota, sostener las licencias familiares y médicas, y aumentar las Becas Pell.
Pero, ¿con qué se come esto de que ahora, después de tantas décadas, a Estados Unidos lo preside alguien que en su discurso defiende el poder adquisitivo de los salarios, la sindicalización, la intervención estatal y la clase media?
Continuidades y diferencias
Está claro que hay una continuidad crucial entre el gobierno Biden y el gobierno Trump: la disputa geopolítica con China. Incluso, como ha señalado recientemente Juan Elman en el programa radial Un Mundo de Sensaciones de Futurock, la retórica de la “cuestión China” se vuelve incluso más preponderante para el nuevo gobierno que la crisis pandémica a la hora de presentar puertas adentro este regreso del intervencionismo estatal en la economía.
La gran novedad de este nuevo ciclo político en el país imperial es que, para abordar tanto la ‘causa nacional’ que EEUU mantiene contra China como la amenaza trumpista, Biden decidió impulsar fuertemente desde el Estado la recuperación económica mediante políticas inéditas en la historia contemporánea estadounidense, valiéndose de la experiencia rooseveltiana, aunque con una diferencia: en aquel momento, no había un líder político opositor que representara de semejante forma a amplios sectores sociales dañados por la crisis.