Afuera seguía el agite de Los Caligaris, que terminaron de tocar y su público tenía ganas de acompañarlos un poco más. A la salida de La Trastienda estaba el micro de la banda y la vereda ya se mezclaba con todos los que esperábamos entrar a ver a Los Tabaleros. Se daba el pase de antorcha y así lograba mantenerse viva la energía contagiada entre todos.
Pasadas las 12 empezaron a sonar las guitarras de “Once”, el himno al barrio porteño que describe en imágenes perfectas esas cuadras, tal como alguna vez lo supo hacer Sumo con el Abasto. Fuertes como un rayo, siguieron con su “Demonio paraguayo” y su “pa-ra-pá-pá” que suena a grito de batalla.
La “Explosión” de felicidad cambió en un segundo con su próxima canción, “Que no se vea”, de su disco Lolita, de acordes más oscuros. Con “Bicicleta” se notaron más que nunca los coros de las chicas presentes, que sintieron que esa letra iba dedicada a cada una de ellas. Luego siguió otro tema de ese álbum, “Mi amigo el rey”.
Beto Martinez, en voz, guitarra y pandereta, es el extrovertido: el que interactúa más con la gente, el que estira el micrófono para dar voz al canto popular y el responsable de llenar los intervalos de silencio entre temas. Una breve historia sobre una madrugada dio pie a uno de las canciones que va a integrar su próximo disco. “A las 3” es una escena de todo lo que puede llegar a pasarle a cualquiera con un insomnio inesperado.
Después fue el momento de un cover, “El arriero” de Atahualpa Yupanqui. Su versión se caracteriza por un ritmo lento con las voces armonizadas de toda la banda, con un estribillo en donde el compás se acelera y los bombos y percusión juegan un rol clave. El otro cover de la noche fue “Chakay Manta” de una banda emblema para ellos, Los Chalchaleros. Las luces se volvieron azules y, en este clima surreal, Los Tabaleros mostraron cómo es posible hacer un folclore urbano, actual y sin miedo de llenarlo de rock.
Los siete arriba del escenario tienen pantalones oscuros y camisas de manga corta floreadas. Y barbas, muchas barbas. Como alguna vez dijeron, son “muchachos del folclor que tienden al rock por vicio”. Su actitud punk tocando chacareras y huaynos, los convierte en algo original y atractivo para cualquier generación.
Su talento no sólo incluye poder fusionar distintos géneros musicales sino lograr letras que tengan melancolía, humor e ironía mezclados entre sus versos. “En tus ojos negros de alegría y de maldad la muerte se cansa de morir”, reza “Carmesí”. “Me hice adicto al crack, si vendo el pasaporte consigo más”, dice “Gatito curioso”. Todo eso convive al mismo tiempo, de manera psicodélica y orgánica.
Presentaron una canción inédita, interpretada por Félix Mateos, quien carga el bombo y es autor de varios temas de la banda. Más tarde vino “Jazmín del país” y “Niño”. Cuando llegó el turno de “Chiquita”, con una intro en francés, sólo quedaron 4 en el escenario y una guitarra eléctrica que se adueñó del solo final.
No había mucho tiempo restante de show y, obviamente, había que condensar todo lo que aún faltaba. Sin preámbulos, interpretaron las melodías más conocidas de la banda: “Mancha de humedad”, “Ángel caído” y, su máximo hit hasta el momento, “El amor no existe”. Pero era momento de hacer una pausa y presentar a quien se convirtió en un tabalero más.
Martin Fabio, o el Mono de Kapanga, apareció sorprendentemente en el escenario. Y digo de manera inesperada, ya que su banda había tocado hace unos minutos por Palermo. Pero, evidentemente, el amor sí existe entre ellos y se hizo presente con “Escalera”. Un teatro lleno tapaba la voz del Mono, que con su carisma y trayectoria ya sabe más que bien cómo entretener a las masas. Cerraron su show con otro tema icónico y responsable de enloquecer a punto de pogo, “Es un negro”.
Después de 21 temas, y la segunda “Fiesta Infierno” con localidades agotadas, no queda más que esperar la salida del nuevo disco y el anuncio de una nueva fecha para aplacar la ansiedad de esta banda que nos enseña que todo puede ser posible.